En mi columna de esta semana (“Voto razonado”, 12 abril 2014), discuto los misterios de la controversial “Ley seca” que será implementada durante la semana santa en la Ciudad de México.
El miércoles 9 de abril, con motivo de la “festividad religiosa de Semana Santa” de este año, el Gobierno del Distrito Federal ordenó implementar “ley seca” en ocho delegaciones de la ciudad del jueves 17 al domingo 20 de abril. Las delegaciones que así lo solicitaron fueron: Álvaro Obregón, Azcapotzalco, Cuajimalpa de Morelos, Gustavo A. Madero, Iztapalapa, Miguel Hidalgo, Tláhuac y Xochimilco. Dos días después, el acuerdo gubernamental fue modificado para incluir también a la delegación Cuauhtémoc y exceptuar de esta prohibición la venta y consumo de bebidas alcohólicas al interior de restaurantes, hoteles y bares.
¿Con qué fin se prohibiría la venta y consumo de bebidas alcohólicas? Según el acuerdo publicado ayer en la Gaceta Oficial del Distrito Federal: la “prevención de posibles actos que pudieran trastornar dichos eventos y consecuentemente salvaguardar la integridad física de participantes y público en general”. ¿Se trata de una medida sensata? Una justificación posible de esta medida sería la de tratar de reducir los accidentes automovilísticos o, bien, la violencia de distintos tipos durante la Semana Santa.
Un primer misterio es que, al parecer, no hay evidencia de que en años recientes la Semana Santa en la Ciudad de México sea un período particularmente peligroso en tales delegaciones, como bien ilustró José Merino (Más por Más, 11 abril 2014). Quizás en este año en particular el Gobierno del DF sabe algo que los demás desconocemos, en cuyo caso bien harían en informarnos sobre la amenaza latente detrás del consumo de alcohol justamente en Semana Santa y en ciertas delegaciones, pero no en otras.
Otro misterio de la inusual medida es que no resulta nada fácil explicar por qué, al final de cuentas, el consumo de alcohol en restaurantes y bares no sea tan peligroso como la compra de alcohol en una tienda de autoservicio.
Un tercer misterio de la ley seca en ciertas delegaciones y establecimientos es el trato desigual que implica para los habitantes de una delegación u otra, o bien de una colonia u otra, o de cierto poder adquisitivo y otro.
¿Cuál es el problema que se pretende remediar con una la ley seca de 96 horas en nueve de 16 delegaciones de una ciudad que recibe gran cantidad de turistas en Semana Santa? ¿Qué tan eficaz es el reducir el consumo de alcohol en una ciudad poco congestionada durante días feriados?
En una semana más habrá pasado esta la ley seca y la controversia en torno a ella. Pero varios problemas de fondo no desaparecerán tan fácilmente. No se trata, por supuesto, de oponerse a todas y cualquier medida de intervención gubernamental. Podría decirse que el alcoholímetro también invade libertades individuales de manera importante. Pero frente a ese argumento hay evidencia cuantificable de una disminución de accidentes con conductores en estado de embriaguez.
A decir de muchos, de un tiempo a la fecha la Ciudad de México ha dado varias señales de estar a la vanguardia en la promoción de ciertos derechos y otras medidas: pensemos en la despenalización del aborto, la legalización de matrimonios de un mismo sexo, el acceso subsidiado a bicicletas o las más recientes iniciativas para legalizar el consumo de mariguana. ¿Cuál es la coherencia de que gobiernos autodenominados progresistas o de izquierda apoyen todas esas medidas al tiempo que restringen la venta y consumo de bebidas alcohólicas y retiran los saleros de las mesas en restaurantes?
¿Cuáles de estas medidas son paternalistas y cuáles no tanto? ¿En qué medida necesitamos que el gobierno proteja a sus habitantes de sus propias decisiones? ¿Qué tipo de intervenciones gubernamentales se justifican y cuáles no tanto? Argumentar que en ciertas condiciones los ciudadanos actúan irracionalmente o bien ignoran lo que más les conviene para su bienestar no basta para justificar una intervención gubernamental paternalista. Después de todo, si los ciudadanos son tan irracionales, los políticos y sus políticas públicas, también pueden serlo.