Esta es mi columna para Excélsior de la semana (19 julio 2014).
Entre octubre 2013 y junio de este año, la patrulla fronteriza de Estados Unidos ha detenido a más de 57 mil menores de edad y un número similar de adultos acompañados por menores. Estas cifras se han duplicado respecto al año anterior y se han triplicado entre 2010 y 2014. A diferencia de otros años, y por primera vez, la mayoría de los migrantes menores de edad provienen de Guatemala, Honduras o El Salvador, y no de México. Al mismo tiempo, países como México y Costa Rica están recibiendo cada vez más solicitudes de asilo de familias provenientes de Guatemala, Honduras y El Salvador.
La violencia y el crimen organizado en Centroamérica parece estar detrás de este gran incremento en la migración infantil: Ante la amenaza de que niños y jóvenes sean reclutados por grupos delictivos, muchas familias están incurriendo el costoso riesgo de enviar a sus hijos fuera de sus comunidades de origen, o emigrar junto con ellos.
Cómo lidiar con este inusitado flujo de migrantes menores de edad que es todo un reto para el gobierno estadunidense. Por ley, la patrulla fronteriza y el Departamento de Seguridad dan un trato diferenciado a los menores de edad que a los adultos. Por un lado, es más fácil deportar (o ignorar) a un adulto que ingresa ilegalmente a Estados Unidos. Por otro lado, es más fácil deportar a los menores de edad provenientes de México que los de Centroamérica.
Pero en el caso de los menores que no provienen de México, la patrulla fronteriza debe tomarlos bajo custodia por hasta 72 horas y transferirlos a la oficina de refugiados. El personal y la capacidad instalada de la patrulla fronteriza están rebasados. Por ello, el presidente Obama ha solicitado urgentemente al Congreso una ampliación presupuestal de 3.7 mil millones de dólares junto con una reforma migratoria.
No hay salidas fáciles para el gobierno de Estados Unidos. Sellar y asegurar la frontera sería costoso y hasta contraproducente para su economía. Deportar a los menores a sus países de origen sería casi criminal cuando huyen precisamente de violencia y pobreza. Darles asilo permanente sería muy costoso e induciría mucha más migración de menores. Deportarlos a México simplemente trasladaría todos esos problemas a nuestro país.
Para el gobierno mexicano tampoco hay salidas fáciles. México no puede “sellar” su frontera sur sin caer en una contradicción con lo que espera en la frontera norte. Un Estado mexicano que no ha sido capaz de garantizar la seguridad de los menores de edad mexicanos, poco más podrá hacer por los migrantes centroamericanos.
¿Cómo llegamos a esto? Por una combinación de dos políticas insostenibles. Desde hace más de diez años el gobierno de Estados Unidos decidió hacer más difícil el cruce de sus fronteras mediante mayor vigilancia, un mayor número de deportaciones y erigir un muro interminable. Más que detener los flujos migratorios, esta política aumentó los costos de la migración (ya sea en la tarifa de los polleros o en el número de intentos por cruzar) y redujo la migración de retorno y la circular: los que estaban del otro lado prefieren quedarse ya; y los que tenían familia en sus comunidades de origen intentarán traerla.
Desde entonces, cruzar la frontera se ha hecho mucho más caro. Por su parte, los narcotraficantes, expertos en cruzar mercancía sea como sea, paulatinamente se han introducido en un negocio crecientemente rentable: el tráfico y extorsión de migrantes. Desde entonces, cruzar la frontera se ha hecho más peligroso y violento.
En los últimos años, el gobierno mexicano decidió combatir frontalmente al narcotráfico. Hay quien dice que la guerra contra el narco en México está relacionada con el aumento de la violencia en Centroamérica. Prohibir o pretender eliminar el tránsito de personas entre un país y otro es una idea tan contraproducente como prohibir o pretender eliminar el tráfico de drogas. Al intentar ambas a la vez, hemos conseguido fronteras cada vez más sangrientas. Parece inhumano, porque lo es.