Ciencias sociales

Hace unos cinco años la revista de alumnos del CIDE, Contrapunto, me pidió unas líneas sobre lo que era y no era ser académico. Hoy me topé con ellas casi por accidente. Van.

Cómo no cambiar el mundo y divertirse en el intento.
(Revista Contrapunto, otoño 2007).

Si  bien no existe una prueba de fuego para distinguir entre lo que es o no es ciencia, me quedo con una definición mínima: el científico, social o no, sigue un método suficientemente confiable para responder preguntas.  El científico necesita una lámpara (la teoría) para distinguir causas de efectos, lo fundamental de lo contingente y, por otro lado, un criterio para discriminar entre la evidencia disponible (medición).  Aventurar grandes preguntas o sesudas respuestas sin tales herramientas es cualquier cosa menos un científico.

Los principales obstáculos del científico social son la subjetividad y los sesgos cognitivos tanto propios como los de su público: a todos nos encanta contar y escuchar historias.  Y el principal aliado es ese irritante lector, colega o estudiante que te hace ver tus errores.

A menudo las ciencias sociales atraen jóvenes apasionados que quieren cambiar el mundo.  Lo cual es bueno porque sin pasión no se llega muy lejos en ninguna empresa.  Y es malo por lo difícil que resulta anteponer el rigor del método a la terquedad de tus sueños e ilusiones.

Pasado este punto la ambición del científico es más bien modesta: plantear preguntas más o menos interesantes cuya respuesta es marginalmente útil.  Es así como, casi sin querer buscar verdades últimas, con más vanidad que rigor y entre divertidas guerritas interdisciplinarias, avanza la ciencia.  Sospecho que un mundo sin científicos sociales no sería muy distinto del que tenemos ahora: ¿pero entonces quién pelearía contra esos rudos llamados intelectuales?

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