Aquí mi columna semanal para Excélsior, “Voto razonado” (17 agosto 2013), donde discuto algunos problemas de la planeación urbana en las ciudades del país.
Está por comenzar el segundo año de sesiones de la LXII Legislatura. La de por sí cargada agenda legislativa incluirá tres temas complejos, sofisticados y poco populares entre la ciudadanía: por un lado están las iniciativas de reforma energética, reforma fiscal y el paquete presupuestal del Presidente y, por el otro, una posible reforma político-electoral que los partidos de oposición usarán como moneda de cambio frente al Ejecutivo.
Lo cierto es que la discusión sobre las llevadas y traídas “reformas que el país necesita” parece ser muy lejana para la mayoría de los ciudadanos. En esta ocasión quiero tratar una cuestión más básica: ¿Qué tan eficiente es el gobierno al diseñar e implementar las políticas públicas que afectan el día a día de la mayoría de la población? Vayamos por partes. Las funciones básicas del Estado contemporáneo van desde hacer cumplir el Estado de derecho y proveer bienes y servicios públicos, hasta la redistribución del ingreso. Todo lo anterior se financia mediante el cobro de impuestos y se implementa a través del gasto público y diversas acciones de gobierno.
A la luz de tal definición mínima resulta bastante debatible si toca al Estado mexicano especializarse en la exploración de aguas profundas en busca de petróleo, mientras que es indiscutible que le corresponde al Estado combatir el crimen y mantener la seguridad pública. Resulta mucho menos debatible que corresponde a los diferentes niveles de gobierno el proveer bienes y servicios públicos tales como agua, drenaje, electricidad, vialidades y transporte público.
¿Qué tan bien hacen todo esto los gobiernos del país? Según diversos estudios del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo en México (ITDP, por sus siglas en inglés), lo hacen bastante mal.
Visto de manera muy general, una ciudad es una combinación entre población y diversos usos del suelo: desde vialidades hasta residencias, centros laborales, áreas verdes, etc. Desde hace varias décadas, la gran mayoría de la población del país reside en zonas urbanas y carece de un automóvil. En los últimos 30 años, el área de las principales ciudades en México ha crecido cuatro veces más rápido que la población: la densidad poblacional ha disminuido dramáticamente. Esto es un problema porque, si bien las ciudades son una forma eficiente de aprovechar el espacio territorial, ciudades menos densas son mucho más costosas de mantener y mucho más dolorosas para vivir para todos sus habitantes, sobre todo los más pobres.
La expansión y diversificación de nuestras ciudades, fenómeno que debería ser el lugar de excelencia de la planeación y coordinación gubernamental, ha sido más bien desordenada y anárquica.
El círculo vicioso lo conocemos ya: la gente emigra a las ciudades en busca de oportunidades laborales, pero no encuentra opciones de vivienda asequible más que a varios kilómetros de sus empleos y, para agravar las cosas, enfrenta opciones de transporte público limitadas y onerosas. A la postre, estas condiciones inducen a una minoría a conseguir un automóvil con el cual la ciudad se vuelve cada más congestionada para ellos y más cara (sobre todo para los que no tienen auto). Poco después, llegará un nuevo gobernante a anunciar “más y mejores obras” que atraerán más gente pero, sobre todo, más autos.
Desde el punto de vista del gasto público, en muchas ciudades se destinan más recursos para los automovilistas que para los usuarios de transporte público y/o los peatones. Esto afecta directamente a los habitantes: muchas personas gastan casi lo mismo en renta que en transporte público.
Las ciudades deberían ser el espacio público idóneo para las personas pero, en realidad, muchos gobiernos parecen pensar que éstas deben pertenecen a la minoría de automovilistas. La falta de una política pública coherente para las ciudades es una verdadera falla de gobierno que demuestra, una vez más, que muchas de nuestras políticas públicas no están diseñadas para favorecer a las mayorías sino a las clases medias y altas.