Esta es mi columna semanal para Excélsior, “Voto razonado” (7 diciembre 2013), en la cual comento varias preocupaciones serias en torno a la reforma político-electoral aprobada la semana pasada.
Reforma (político electoral) al vapor
Esta semana se aprobó, en la Cámara de Senadores, primero, y en la de Diputados dos días después, un decreto que reforma, deroga y modifica diversos artículos de la Constitución que tratan distintos aspectos del régimen político y electoral de nuestro país.
Podría detenerme en lo desaseado y expedito del proceso: el dictamen de las comisiones del Senado sufrió diversos cambios pocas horas antes de llegar al pleno de esta Cámara, o bien en la aprobación casi inmediata de la Cámara revisora (es un decir). También podría detenerme en la larga e inconexa lista de temas que se reformaron (o al menos cambiaron de nombre): reelección legislativa y de alcaldes, transformar al IFE en INE, transformar a la PGR en FGR, transformar al Coneval, cambiar el calendario electoral, etcétera. O podría detenerme en el hecho de que, una vez más, diversos aspectos de fondo de la reforma quedan meramente sugeridos en 20 artículos transitorios.
Al parecer, lo importante era aprobar una Reforma Política, la que fuere, para poder pasar al tema que realmente importa: aprobar este año la Reforma Energética. Las correspondientes reformas secundarias en materia política o energética serán tramitadas como un asunto igualmente expedito el próximo año.
En otras entregas he sugerido que la Reforma Energética, que tanto preocupa al presidente Peña Nieto, bien valía un quid pro quo por una reforma política como la reelección. Pues bien, esta reforma incluye la reelección y, sin embargo, hay poco que celebrar. Veamos por qué.
La reforma modifica el artículo 59 de la Constitución, cuyo texto vigente data de 1933, para quedar como sigue: “Artículo 59. Los Senadores podrán ser electos hasta por dos periodos consecutivos y los diputados al Congreso de la Unión hasta por cuatro periodos consecutivos. La postulación sólo podrá ser realizada por el mismo partido o por cualquiera de los partidos integrantes de la coalición que los hubieren postulado, salvo que hayan renunciado o perdido su militancia antes de la mitad de su mandato”.
Si bien, eliminar la absurda prohibición a la reelección consecutiva es un gran paso, la nueva redacción es lamentable. Dejaremos de ser esa rara y precaria democracia donde los legisladores no pueden reelegirse —y con ello rendir cuentas al electorado antes que a nadie más— para ser ahora la rara democracia donde la Constitución sugiere que los asientos del Congreso son franquicias de un partido político u otro: asientos reservados para la reelección de legisladores bien portados ante los ojos de sus dirigentes.
Al parecer, los líderes partidistas olvidan que la lógica de la reelección en una democracia es, en parte, el derecho político de un representante en funciones por volver a aparecer en la boleta electoral y, por otra, un derecho de los votantes para decidir si lo mantiene en el cargo o no. La reelección es un contrato entre representante y representado, no un privilegio del partido que patrocinó la campaña inicial del primero.
En cierto modo, es comprensible que los líderes partidistas de las principales fuerzas políticas no estén dispuestos a soltar sus cotos de poder tan fácilmente. Pero no deja de sorprender que políticos profesionales como nuestros senadores y diputados quieran engañarnos con el cuento de que ésta es la mejor reforma política que pudieron negociar con el partido en el poder.
¿Qué podemos esperar del nuevo arreglo? Por un lado, es un hecho que la mayoría de los legisladores que se reeligen en el mundo permanecen en sus partidos y es probable que así ocurra en México. Por otro lado, tampoco será tan sencillo para las cúpulas partidistas impedir la reelección sus mejores cuadros: cuando un partido ignore a sus mejores candidatos, éstos migrarán en busca de otros cargos mediante otros partidos (cosa que ya ocurre hoy mismo). Por último, tampoco deberá sorprendernos el que un número importante de legisladores renuncien a sus partidos a medio camino con tal de ganar cierta autonomía. Tiempo al tiempo.