En mi columna semanal para Excélsior, “Voto razonado” (31 mayo 2014) discuto los salarios de los políticos y la alta burocracia en nuestro país. Por cierto, hace unas semanas discutí el otro lado de la moneda: los salarios mínimos.
Una de las sorpresas de la más reciente Reforma Electoral fue la creación del “haber de retiro” para magistrados del Tribunal Electoral, una figura equivalente a la pensión vitalicia a la que tienen derecho los ministros de la Suprema Corte. Al tratarse de pensiones millonarias, el tema causó revuelo e indignación entre muchos, incluidos los mismos legisladores: en la Cámara de Diputados dijeron que ese tema no había sido acordado previamente y han prometido removerlo de la ley cuanto antes, mientras que en el Senado nadie se acuerda quién introdujo la figura en el dictamen de la reforma. Por último, en el Tribunal dicen que ellos, aunque lo merecerían, tampoco lo pidieron ni lo aceptarán. Todo un misterio, pues.
La efervescencia sobre este tema devino en una muy necesaria discusión sobre las pensiones de jueces y magistrados y, a su vez, sobre cuán razonables o justificables son los sueldos y compensaciones de la alta burocracia en México. Es un hecho que los políticos, jueces y secretarios de estado mexicanos perciben sueldos y prestaciones muy superiores a los de sus pares en países más ricos y más aún con los de otros países latinoamericanos.
Hay quien afirma que los sueldos de la alta burocracia política no son un tema relevante porque su peso en el presupuesto total es relativamente pequeño frente al peso de la nómina de los trabajadores de base del gobierno. Habría que ver si los mexicanos que viven con menos de dos salarios mínimos o bien los muchos burócratas cuyo salario no ha subido en años piensan lo mismo.
En un mercado laboral competitivo, los salarios son proporcionales a la productividad o la responsabilidad de los trabajadores. Un primer problema para evaluar los sueldos del sector público es lo difícil que resulta medir la productividad de la burocracia de cualquier nivel y la falta de mecanismos efectivos de rendición de cuentas.
Un segundo problema es que el sector público dista mucho de ser un mercado laboral competitivo. Una práctica común de las burocracias de todo el mundo es el patronazgo o uso clientelar de las plazas: se contrata a los amigos, conocidos o parientes que apoyaron al candidato o al partido durante la campaña y no a quien tenga los mayores méritos, experiencia o capacidad.
El servicio profesional de carrera protege a muchos burócratas de ser despedidos cuando un partido pierde el poder. Pero se trata de un remedio imperfecto ante el patronazgo, porque los ascensos y promociones no necesariamente dependen del mérito. En lugar de esto, hay reglas imperfectas: aumentos salariales atados a la antigüedad y no a la productividad, tabuladores rígidos y homogéneos, plazas inamovibles, etcétera, que impiden a los jefes premiar o castigar a sus subordinados de acuerdo a su desempeño.
En el caso de la alta burocracia no existen tales salvaguardas: por ejemplo, los miembros del gabinete son contratados directamente por el Ejecutivo —con base en criterios que van desde la lealtad a la capacidad— y uno supondría que por lo menos al Presidente le rinden cuentas. Todos ellos perderán su empleo al concluir la administración y, si las cosas salen mal a mitad del camino, serán removidos. Por esta razón, hay quien afirma que los sobresueldos son una prima de riesgo ante la incertidumbre política. Otro argumento relacionado es que, de no ser tan elevados los salarios, no llegarían cuadros capaces a la alta burocracia. Ambos argumentos me parecen insuficientes porque en otros países también hay incertidumbre política, sus gabinetes son más o menos igual de incapaces que los nuestros, pero cobran menos.
Para concluir esta entrega sugeriré una hipótesis alternativa: quizá los salarios de la alta burocracia sean un legado de nuestro pasado autoritario —cuando el gobierno no tenía que justificar sus decisiones ante casi nadie—. Por otro lado, también puede ser un reflejo de la desigualdad en la distribución del ingreso en México: quizá nuestra élite política no puede o quiere ganar menos que la élite económica.