¿Cuáles son los efectos mecánicos (o aritméticos) del abstencionismo y el voto nulo? Para ilustrarlos, escribí un pequeño “cuento de anulistas” en mi columna para Excélsior, “Voto razonado” (11 abril 2015).
En un país imaginario estaban a punto de tener elecciones para renovar una de sus dos cámaras legislativas. Era un país chiquito, con sólo cinco votantes registrados. Como la sociedad no confiaba mucho en sí misma, mandaban traer a sus políticos de Marte.
En las pasadas elecciones sólo habían votado tres de los cinco votantes. El primero votó por un partido colorado (dicen que otrora hegemónico), el segundo por un partido azul (más bien entre azul y buenas noches) y, el tercero, por uno amarillo. Siempre habían votado así, y este año lo harían igual: eran votantes duros.
Como el Congreso sólo tenía tres asientos, éste se dividió en partes iguales: un diputado colorado, otro azul y otro amarillo. Las decisiones no eran sencillas. Unos decían que todo era mejor cuando la Cámara era de un solo color. Otros decían que había que tenerles paciencia a los políticos: después de todo, eran de Marte, sólo estaban tres años y se iban.
De un tiempo a esta parte, la sociedad estaba cansada e indignada porque el presidente había convocado a los tres partidos a firmar un gran pacto nacional para mover al país pero, dos años después, las cosas no pintaban muy bien que digamos.
Los otros dos ciudadanos eran abstencionistas. Uno se abstuvo de ir a votar porque el resultado le era indiferente: “Gane quien gane, nunca pasa nada”, decía. El otro se sentía alienado: “Ninguna opción me representa, no legitimaré el sistema con mi voto”, afirmaba con cierto aire de superioridad moral.
Este año, uno de los dos abstencionistas se debatía entre anular o votar por algún partido. Anular su voto sería una buena forma de protestar y dejar claro que él no era un ciudadano indiferente, sino que ninguna de las opciones de la boleta le convencía. Quizá si anulaba su voto los partidos se sensibilizarían ante su indignación y gobernarían de otro modo. (A los votantes duros les daba cierta ternura escucharlo.)
Por otro lado, al anulista le preocupaban las consecuencias más visibles e inmediatas de su voto. Si los tres votantes duros votaban igual que siempre, y él anulaba su voto, el Congreso quedaría igual que antes —dividido en tercios—. Para colmo, el presupuesto para los partidos también quedaría igual: repartido a partes iguales entre los tres partidos en el poder.
Si en vez de anular su boleta, votaba por alguno de los partidos existentes, las posibles consecuencias eran diversas: si votaba por uno de los tres partidos de siempre, éste obtendría 50% de los votos y quizá dos tercios de la Cámara. Con dos de tres curules del mismo color, quizás el Congreso podría legislar mejor. Y con más curules de color distinto al partido del presidente, quizá el Congreso podría vigilarlo mejor. (Se sentía un poco iluso al pensar esto, por cierto.)
Pero eso no era todo. Si el anulista votaba por uno de los nuevos partidos (había nuevas opciones en la boleta, también de Marte), era posible que uno de los tres partidos existentes perdiera el registro y uno nuevo llegara al Congreso. La Cámara seguiría siendo tripartita, pero quizás el nuevo diputado representaría mejor sus intereses.
Por un momento consideró convencer a uno de los duros de también anular su voto: “De ninguna manera —respondió éste— si anulo mi voto, la bancada de los dos partidos rivales crecería y la de mi partido disminuiría, no soy tan ingenuo”.
Por último, consideró convencer al quinto votante, el abstencionista, de al menos anular su voto. Al poco tiempo descubrieron que uno o dos votos nulos dejarían la configuración del Congreso justo como estaba hasta ahora: “Mismo Congreso, mismos resultados”, sospecharon.
Cabía una remota posibilidad: que el anulista y el abstencionista decidieran votar por alguno de los partidos existentes, dándole con ello tres de cinco votos y una segura mayoría en el Congreso. Otra posibilidad era que ambos votaran por uno de los partidos nuevos, dándole con ello dos de cinco votos y una sólida presencia en la Cámara. La última posibilidad era que el abstencionista convenciera al anulista de tampoco ir a votar y que todo se quedara igual que antes. La aritmética electoral es incómoda, pero ineludible.
**Aquí encontrarán otras entradas sobre el voto nulo, tema al que dediqué cierto tiempo en 2009 y mucho menos en 2012.